Perdidos en debates a veces
estériles o irresolubles si no es desde una honestidad en el propio desarrollo
del discurso que evite todo intento de manipulación –algo que se echa de menos
de forma clamorosa– nos enfrentamos a falsas dicotomías. La
que hoy está más en boga es la que enfrenta libertad y seguridad. En
otro tiempo no muy lejano la “moda” era enfrentar libertad e igualdad. Ni
que decir tiene que tanto los que presentaban la desigualdad como precio de la
libertad como los contrarios, que argumentaban la necesidad de pagar con
libertad un caro precio por la igualdad, mentían descaradamente. Ocurre que
esas dialécticas se articulan en base a conceptos cuyo contenido no parece
estar muy claro para nadie, como suele pasar con todos los símbolos y banderas,
que es en lo que se convierte a estos conceptos. Y eso que como bandera, la
libertad ha funcionado como ninguna otra en estos dos siglos y pico que, tras
la Ilustración, han definido eso tan pomposo que los historiadores llaman la
modernidad.
Sin meternos en el terrible
jardín que sería hablar de fraternidad, lo que queremos sin embargo es
comentar cómo la crisis inmigratoria, el reto que supone para nuestras
sociedades enfrentarse a la convivencia de gente diferente se está
resolviendo con una facilidad alarmante en el desprestigio de uno de los
pilares fundamentales de esa misma modernidad: la igualdad. Y a costa de
los desiguales, ni tan siquiera se está recurriendo a aquella vieja y falsa
dicotomía.
Agrava la reflexión tener en
cuenta que, además, esta crisis se está dando en un contexto en que las
diferencias entre unos y otros son cada día menores. Quizá más llamativas, sí,
pero la globalización, que tiene una gran trascendencia en el terreno cultural,
hace que las diferencias entre alguien de un punto del planeta y su congénere
humano de otro punto muy distante sean mucho menores que lo fueron en cualquier
otro momento de la historia
.
El caso es que la igualdad
tiene su importancia. Hagamos un juego de introspección, sin pretender ir más
lejos: imaginemos qué nivel de indignación, de rabia, de frustración,
hizo que se lanzaran a la calle las gentes de finales del XVIII. Y no en
manifestaciones legales, ni contra policías armados con chorros de agua y porras,
y sujetos por un derecho más o menos limitativo de su poder, sino frente a
mortíferas bayonetas y fusiles, sabiendo que la represalia más normal contra
las multitudes acusadas de traición en caso de fracaso sería una sumarísima
horca o un pelotón al amanecer. ¿Qué impulsó al pueblo de Boston, de
París, de tantas capitales europeas, levantarse contra sus tiranos? Los
historiadores señalarán infinidad de factores objetivos, pero me interesa que
hagamos un esfuerzo de empatía subjetiva con aquellos que fueron nuestros (unos
cuantos tátara) abuelos.
En mi humilde opinión de
jurista, forzosamente deformada, creo que lo que más movió a las masas en aquel
momento fue un anhelo –como todos los sentimientos, no muy
bien definido y con toda la ambigüedad del término– de igualdad.
Después vendrían los adjetivos: que si social, de oportunidades, económica, de
derechos, etc, etc, y vendrían también nuevos colectivos que en un primer
momento quedaron en un segundo plano: minorías nacionales, esclavos, obreros,
campesinos, mujeres… y en un largo etcétera podemos poner en esta lista a todos
los colectivos que de alguna manera se han definido como tales. Precisamente su
fuerza de definición hay que pensar que es como un espejo negativo, y cabe
pensar que es la discriminación injustificada a que es sometido un grupo de
personas lo que les hace más conscientes de pertenecer a un colectivo. Nadie se
siente bastardo si no es despreciado por serlo. Si queremos que los
extranjeros se integren en nuestra sociedad lo primero que deberíamos hacer es
no mirarlos ni tratarlos como extranjeros, o reducir ese tratamiento al
mínimo estrictamente imprescindible. Exigirle integración a alguien a quien le
recordamos constantemente su condición con constantes discriminaciones,
sospechas y condiciones a veces leoninas es un contrasentido en el que se cae
con demasiada frecuencia.
La base de todo ello no es
sino el profundo sentimiento del ser humano – quizá la esencia misma de la
Justicia– por no ser discriminado sin un motivo del que se sea de una u otra
manera responsable.
Soy padre de dos hijos, y
cualquiera que se vea en esta situación existencial –les juro que tremendamente
complicada– sabe lo exasperante que llega a ser la constante comparación en que
ambos se mueven el uno con respecto al otro: “¿Por qué él sí y no yo?” O
viceversa. Pregunta de sonoras resonancias cainitas que sin embargo encierra, y
mucho antes que cualquier anhelo de libertad, un ansia de justicia que
sólo se calma –nunca se sacia– cuando se explica la existencia
de un motivo o razón de mucho peso que haga inevitable un trato
desigual a quienes son y se sienten iguales.
Todas las ideologías
conservadoras nacen de la invención de alguna diferencia en el fondo
profundamente irracional cuyo objetivo es la conservación de privilegios,
por encima incluso de quiénes sean los privilegiados: el primogénito, el varón,
el señor, el ungido, la sangre azul, la herencia, la nacionalidad… Y ello se
mezcla, además, evitando premeditadamente todo sistema y fundamento, con otros
conceptos que sí tienen una base racional y justifican –aunque habría que
analizar en qué medida concreta y cómo– una discriminación, y que deben por
tanto tener como referencia inexcusable la conducta de ese ser humano: talento,
productividad, utilidad, dedicación, esfuerzo, eficacia…
Pues bien, recapitulando: en
estos momentos se ha asumido, en las leyes, en el imaginario colectivo, en
el razonamiento que se adorna a sí mismo con el atributo de ser “sentido
común”, con absoluta falta de crítica, con una apabullante ausencia de
conciencia, el abandono radical de uno de los conceptos y valores
fundamentales de nuestra esencia colectiva, si no el concepto principal, sobre
la base de una de esas diferencias cuya ausencia de fundamento natural y
racional basado en una conducta es manifiesta y patente: el ser
extranjero.
Quiero elevar la siguiente
pregunta: ¿En qué es diferente, como ser humano, un extranjero? ¿Por qué nos
sentimos legitimados y en qué, para aplicarle una diferencia de derechos que
consideramos intrínsecos al ser humano, por ser extranjero?
Las recientes noticias –no
me atrevo a hablar de acontecimientos dada la confusión que los envuelve– de
la estación de Colonia en Nochevieja han despertado todos los demonios en la
respuesta: más allá de las tristemente habituales peticiones indignadas e
irreflexivas de elevación de penas, de firmeza, ejemplaridad, de mayor control
policial, mano dura, etc, –las cuales, al fin y al cabo, si se dirigen hacia
todos, respetan ese derecho de igualdad– al sospechar siquiera que detrás de
los hechos haya autores extranjeros el clamor se ha dirigido
no a la represión de la conducta reprobada mediante la afección de derechos
directamente relacionados con la misma, sino a la eliminación del universo
completo de los derechos de los supuestos autores por ser quienes son: la
denegación del asilo y su expulsión. Y todo así, a lo bestia, sin
diferenciar entre una violación o una simple gamberrada, ambas indeseables, pero
con una diferencia de grado más que evidente.
Pues bien, nuestra
legislación, sin que apenas cuatro gatos maullemos más alto por ello, se
permite consagrar una diferencia de trato en derechos humanos a los
extranjeros por el mero hecho de serlo. Ni que decir tiene que no acceden
igualmente al trabajo–“los españoles primero”, dice la Ley de
extranjería con palabras más finas que los energúmenos de la extrema derecha–;
ni a la residencia –“ilegales”, se les llama– que si consiguen
deben someter a juicio cada tiempo; y cientos han sido los intentos de
limitarles todo el resto de derechos, sin excepción, insisto, por el mero hecho
de ser extranjeros, no por lo que hagan o hayan hecho.
El Código Penal,
junto a la ya mencionada Ley de extranjería, en una intolerable deriva y tras
abandonar toda veleidad de propósitos de reinserción en los que nadie cree, por
mucho que se proclamen en la Constitución, comenzó por considerar la
expulsión del país –condena en ocasiones mucho más dura que cualquier
cárcel– como último recurso de sustitución de pena (se
consideraba más una posibilidad de privilegio) y sólo para las más graves,
hasta el día de hoy en que se ha convertido en la solución tipo (¡uy!, casi
digo “solución final”) que se aplica, antes o después, a todo extranjero que
cometa un delito, sin consideración de otras consecuencias, como si no
tuviéramos un código penal enormemente inflamado en el doble sentido de la
palabra y por supuesto sin parar mientes en consideración alguna de que nuestra
tradición, nuestra esencia cultural y jurídica, nuestra razón de ser e
identidad como Occidente y como estados de derecho, se basa en esa igualdad que
tan fácilmente estamos abandonando y que tenía su plasmación en que a iguales
delitos deberían corresponder iguales penas.
Las consecuencias
que a corto y largo plazo traerá este abandono de la igualdadcomo dogma de
nuestro sistema jurídico ya se han empezado a ver. No citaré el conocido poema
de Martin Niemöller atribuido a Brecht por
puro pudor ante la obviedad. Leyes como la llamada Ley Mordaza (pero
antes la Ley Corcuera); la larga, lenta y completa desmantelación del sistema
de derechos laborales; la pretensión, aún vigente para pymes, de
que el acceso a la Justicia se sometiera a pago previo de tasas leoninas;
un sistema fiscal lleno de trampas diseñadas para que puedan
eludirlo unos y no otros, la introducción de subterfugios legales de todo tipo
que permitirán a los que se lo puedan permitir del otrora largo brazo de la
ley, la degradación de la educación pública, y un largo
etcétera que no es atribuible sólo a la mayoría absoluta del Partido Popular,
sino a un fenómeno mucho más complejo, tienen su razón de ser y su raíz
en el abandono progresivo del concepto de igualdad ante la Ley que
tuvo su punta de lanza, y se ha profundizado progresiva y constantemente, con
los extranjeros, y que continúa cada día más, asentándose sin pausa en la
más abyecta de las normalidades, sin que nadie levante mínimamente la voz.
Al fin y al cabo, claro,
ellos no son iguales: son extranjeros.
Paco Solans
Del blog "Al derecho y al revés".
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