
Juan A. Caballero 02.11.2016 | 22:39
Hablar de participación supone fijar criterios sobre lo que queremos decir. Nuestra sociedad es tan compleja que existen muchos niveles de participación con objetivos muy diferentes y que afectan de manera desigual a las personas: una cosa es la participación en una sociedad anónima, en una cooperativa o en una asociación de amigos de la alcachofa o en asociaciones que defienden intereses muy concretos de sectores reducidos de la población y otra es la participación en lo público, en la gobernanza o en la consecución de objetivos generales que mejoran la calidad de vida de la ciudadanía.
Decía antes que nuestra sociedad es muy compleja y que participar en lo público exige un cierto nivel de organización. Algunos sectores lo hacen no sin dificultades, por ejemplo las ampas que se federan y se confederan para tener interlocución en cada nivel administrativo.
Por otro lado, las nuevas tecnologías crean el deslumbramiento y la ficción de la participación a través de la glorificación de lo personal y del nihilismo frente a lo colectivo. Una cosa es la circulación de información rápida y veraz por las redes (condición necesaria y positiva pero no suficiente) y otra creer que eso es la participación. Esta veneración a internet, a las redes y a la soledad frente al ordenador acaba siendo disgregación y atomización que siempre han sido compañeras del individualismo, de la impotencia y de la manipulación.
He reservado para el final lo que quiero subrayar de forma importante: existe un cauce de participación excepcional y único en Europa, general, democrático, transparente e independiente que puede actuar en todos los niveles políticos y sobre prácticamente todos los asuntos que afectan la calidad de vida de la población: el movimiento vecinal. No hay que inventar grandes cosas, el movimiento vecinal está ahí, estructurado en barrios, ciudades, autonomías y Estado. Si las instituciones creen en la participación ciudadana deben ayudar, sin reservas, a su reconocimiento social, a su estructura básica no profesional y a facilitar la incorporación de más y más ciudadanos y ciudadanas en los asuntos públicos. Reforzar el tejido social es una garantía democrática que refuerza la convivencia aumentando la interlocución representativa fuera y dentro de las instituciones. Gobernantes inteligentes no desaprovecharían la ocasión, aunque me temo que los prejuicios, la ignorancia, los deseos de control y los temores a lo desconocido tienen mayoría permanente en las instituciones. Resulta irritante que los cambios de gobiernos municipales y autonómicos miren de perfil a las asociaciones vecinales, retrotrayéndose a épocas que creíamos ya superadas, como si hubieran descubierto las Américas. Una auténtica decepción.
Así pues, la prueba del algodón: si las instituciones creen en la participación apoyarán a las asociaciones de vecinos y sus estructuras. Lo contrario es paripé, postureo y engaño a la ciudadanía sin más.
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