EL EXCESIVO PODER DEL ESTADO CENTRAL DIFICULTA LA RESOLUCIÓN DEL PROBLEMA DE LA VIVIENDA Y EL TRANSPORTE


Vicens Navarro  Público.es  Agosto, 6, 2018
Uno de los argumentos que se da con mayor frecuencia por parte de aquellas sensibilidades políticas que se oponen a que el Estado central español, basado en la capital del reino, Madrid, descentralice sus responsabilidades, empoderando más a las comunidades autónomas (CCAA) y a las autoridades locales, es que dicho Estado ya está muy descentralizado, llegando incluso a afirmar que España es “uno de los países más descentralizados del mundo”, como más de un dirigente jacobino (ansioso por mantener el poder centralizado en el Estado) ha llegado a afirmar (como por ejemplo hizo el secretario de Estado para las Administraciones Territoriales del Gobierno de Rajoy, el Sr. Roberto Bermúdez de Castro, el pasado noviembre). Entre estas voces hay también personalidades de la izquierda tradicional del país pertenecientes a las familias políticas socialista y comunista, que asumen que para poder redistribuir mejor los recursos públicos del país es mejor tener y mantener un Estado central fuerte, con muchas responsabilidades y con mucho poder, a fin de transferir fondos de las partes más ricas del país a las más pobres, con el objetivo de alcanzar la deseada igualdad. Este último argumento, junto con el anterior, les permite concluir a tales autoridades jacobinas que las grandes desigualdades del país (entre otros problemas sociales) se deben al escaso poder que se supone tiene el Estado central.

Los datos muestran el error de los jacobinos

Si miramos los datos vemos que el Estado central español, lejos de ser débil y estar en peligro de desaparición, continúa siendo, y con mucho, el nivel territorial de los tres (el central, el autonómico y el local) que maneja y gestiona un porcentaje mayor del gasto público realizado por estos tres niveles de gobierno (47,6% de todo este gasto en 2017, sin incluir la Seguridad Social, por encima del 37,7% de las CCAA y el 14,7% de los entes locales, según Eurostat). En realidad, en la comunidad que incluye a países de semejante nivel de desarrollo económico al español (la Unión Europea de los Quince) podemos ver que España es uno de los países que tiene un Estado central más grande (en el caso de Alemania, durante el mismo año el Estado central realizó el 37,5% de todo el gasto público llevado a cabo por los tres niveles de gobierno, mientras que los gobiernos regionales realizaron el 38,9% y los locales un 23,6%).

Y si en lugar de gasto queremos analizar la capacidad y responsabilidad en la toma de decisiones, vemos que, de nuevo, el Estado central tiene mucha más autoridad que los otros dos niveles de gobierno (el autonómico y el local, el cual tiene un poder limitadísimo y muy pocos recursos). Lo estamos viendo estos días en dos de los mayores problemas que tienen las ciudades del país: uno es el de la vivienda –que ha alcanzado dimensiones más que preocupantes en el caso del alquiler, hasta el punto de que amplios sectores de la población se están viendo expulsados de sus lugares de residencia habituales–, y el otro es la crisis del taxi. Ambos están recibiendo una gran atención por parte de los medios, y reflejan un gran malestar que existe entre las clases populares en el caso de la vivienda, y en sectores de la clase trabajadora en el caso del sector del taxi.

El Estado central es, en parte, responsable de tales crisis sociales

En ambos casos el Estado central tiene una gran responsabilidad en la existencia de estos problemas. Las autoridades municipales –que son el nivel de gobierno más próximo a la ciudadanía, y que en cualquier país es la autoridad más pública, más popular o menos impopular– tienen un escasísimo (por no decir nulo) poder para regular los alquileres en su territorio. La máxima autoridad es el Estado central. En otros países, como en Alemania o los Países Bajos, por ejemplo, los municipios (como Berlín o Ámsterdam) tienen mucho más poder para regular estos alquileres, resolviendo el enorme problema de la vivienda de una manera mucho más contundente y eficaz.

Un tanto igual ocurre con los elementos clave del transporte público, como por ejemplo los taxis, en los que todo depende de lo que diga el Estado central, que regula y normativiza este tipo de transporte. La huelga de los taxistas –que llevan bastante razón– incluye precisamente una demanda de que no sea el Estado central, sino los municipios, los que regulen tal tipo de transporte urbano, sustituyendo la situación actual –en la que el protagonista principal es el Estado central– que permite que corporaciones multinacionales como Uber o Cabify se expandan y compitan en términos muy desfavorables para los taxistas, ya que pagan una miseria a los conductores contratados por tales compañías, a los que o no provee ningún tipo de protección social, o bien lo hace de una manera muy limitada.

La centralización del Estado permite su instrumentalización por parte de los grandes grupos y lobbies económicos: el caso de Uber y Cabify

Uber y Cabify son dos multinacionales (la segunda con origen en España) cuya empresa matriz se encuentra en paraísos fiscales –en los Países Bajos en el primer caso, y en el Estado de Delaware (EEUU) en el segundo–, con lo que evitan pagar impuestos en los Estados donde proveen sus servicios. Y es que ejercen una enorme influencia política y mediática (los medios siempre son grandes defensores de los supuestos méritos del mercado), capturando el poder de los Estados centrales y expandiéndose por todo el mundo, incluyendo España.

Hay ya alrededor de 9.000 licencias de coches que están a disposición de tales compañías (4.300 en la Comunidad de Madrid, 1.478 en Andalucía y 1.457 en Catalunya). Tales coches son propiedad de individuos que se ofrecen a esas compañías (como autónomos) para proveer servicios de transporte. A primera vista parece una cosa normal y corriente, de la misma manera que parece una cosa normal y corriente y lógica que una persona propietaria de un piso lo alquile (en su totalidad o parcialmente) al turista que necesita un techo y una casa para unos días (como ocurre en el sector de la vivienda con Airbnb). Son dos ejemplos de lo que se llama economía colaborativa (ver mi artículo “Lo que se llama economía colaborativa no tiene nada de colaborativa”, Público, 03.11.16).

¿Cuál es el problema con la economía colaborativa en el transporte público?

Estas compañías –Uber y Cabify– no tienen empleados con cuyos colectivos tengan que pactar –a través de convenios colectivos– las condiciones de trabajo, salarios, protección social o lo que sea. Las compañías contratan a las personas propietarias de los coches, a las que pagan cantidades muy inferiores a las que reciben los taxistas. Es más, la licencia para poder trabajar, que en el caso de los taxistas alcanza cifras de 200.000 euros, es solo de 20.000-30.000 euros en el caso de tales compañías. Y no ofrecen ninguna o muy poca seguridad al usuario del transporte (dato del que el usuario no es ni siquiera consciente, de manera que si hay un accidente, el usuario tiene escasísima protección). De ahí que la famosa “competencia” sea una farsa desde el principio. Es un ataque frontal a la industria del taxi, pues es difícil que esta pueda competir en estas condiciones.

La aplicación de este modelo a nivel de todos los sectores y servicios tendría un impacto enormemente negativo en la economía, pues los salarios y la protección social bajarían en picado, ya que siempre hay sectores de la población que aceptarán los salarios bajos dado que necesitan sobrevivir, creando un conflicto entre aquellos que ya tienen trabajo y protección social y aquellos que no los tienen. Esto es lo que está ocurriendo en muchos sectores de la economía. Y precisamente los medios de comunicación (la mayoría de los cuales están instrumentalizados por los grupos económicos que controlan el mercado) acusan a los primeros de egoístas y poco solidarios. La cobertura mediática muy desfavorable de la huelga de los taxis es un ejemplo de ello.

De la misma manera que la llamada economía colaborativa de los pisos turísticos realizada por compañías como Aribnb está destruyendo barrios enteros, el mismo tipo de economía en los transportes está destruyendo el transporte público realizado por los taxis. En realidad, en EEUU hay múltiples ejemplos de que cuando Uber ha prácticamente eliminado los taxis ha subido el precio del transporte con tarifas a niveles muy superiores a los proveídos antes por el taxi.

La raíz del problema: el escaso poder municipal

El excesivo poder del Estado central se hace sobre todo a costa del escasísimo poder de los ayuntamientos de las grandes ciudades, que hoy tienen problemas sociales enormes sin instrumentos que les permitan resolverlos, y ello debido a la enorme influencia que las fuerzas conservadoras han tenido históricamente en España sobre el Estado borbónico. No es por casualidad que en los países europeos donde históricamente las derechas han tenido mayor poder –como en el sur de Europa– sus Estados estén muy centralizados, otorgando poderes muy limitados a las autoridades locales, mientras que aquellos países donde las izquierdas democráticas han tenido más poder, como en los países nórdicos, tienen Estados centrales con menos responsabilidades y los municipios tienen más poder que en el sur de Europa.

Las fuerzas conservadoras desfavorecen la participación democrática popular en los procesos de toma de decisiones, y de ahí que se opongan a que los municipios, que son el nivel de decisión más próximo a la ciudadanía, tengan más poder. Los casos de la vivienda y del transporte público son un claro ejemplo de ello. Enfatizar el poder central es facilitar que los lobbies económicos multinacionales lo coopten e instrumentalicen como constantemente ocurre en España.

El Estado central español continúa, así pues, acumulando un número excesivo de responsabilidades, lo cual empobrece la democracia. Y no puede justificarse este centralismo argumentado que es necesario para garantizar la redistribución de recursos para alcanzar la deseada igualdad. En realidad España es uno de los países donde el Estado tiene mayor número de responsabilidades (siendo la fiscal una de ellas), y en cambio es uno de los países con mayores desigualdades sociales e interterritoriales. Suecia, por el contrario, es uno de los países en los que las autoridades locales tienen más poder y a la vez uno de los que tiene menos desigualdades sociales y regionales. Se pueden redistribuir los recursos mediante políticas públicas descentralizadas aceptadas por toda la población, y desarrolladas y puestas en marcha por los niveles más cercanos a esta población. Es lógico que sean los municipios los que tengan que tener la autoridad para resolver los problemas que afectan la calidad de vida de sus ciudadanos en temas como la vivienda y el transporte público, necesidad todavía más palpable en un país como España que es muy diverso en su composición, culturas e identidades.

No es por casualidad que hoy en España y en muchos otros países en Europa y en Norteamérica sean las ciudades las que estén liderando las reformas que están afectando más directamente el bienestar de las clases populares. Hoy Barcelona y Madrid, por ejemplo, están desarrollando nuevas iniciativas para solucionar los problemas de la vivienda y del tráfico, las cuales están claramente dificultadas por las políticas de las derechas que han controlado las palancas de poder para poder solucionarlos. Así de claro.



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